9/12/13

Lutería

Abrí el estuche, saqué el violín.
El barniz estaba opaco, las cuerdas viejas suplicaban descanso eterno.
El tesoro esperaba dentro de una pequeña bolsa de plástico sobre la mesa.
En una pequeña cajita de gran valor, cuatro cuerdas ensimismadas esperaban su turno.

Moví lentamente la clavija del sol. ¡Qué sonido, el de la madera crujiendo!
A la moribunda, la deposité sobre la mesa. Un sol que no brilla...
Sobre un paño de limpieza poco limpio, vertí un poco de Viol:
el líquido para limpiar las impurezas causadas por tanto Bach, tanto tango.

El olor del violín, cuando está limpio, es mejor que el de la comida recién hecha.

Poner cuerdas nuevas me hace sentir poseedor de un conocimiento ancestral.
Tan solo enganchar un extremo en la clavija, y girar y girar.
Tensar y pizzicatear hasta que la altura sea la conveniente, y un poquito más.
El estiramiento de la cuerda, la fuerza que ejerce contra el alma.
El impulso del puente arrastrado.
Corregirlo y volverlo a su lugar. ¡Miedo!
Repetir el procedimiento otras tres veces y sentirse renovado.

Guardé el violín feliz. Él, también yo.
Tengo la certeza que la próxima vez que lo vea, volveremos a ser amigos.

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