21/2/08

Eclipse de Luna


Después de muchos días descansando del ajetreo urbano, retirado y empapado de naturaleza, de verdadero entorno vivo y dinámico, expresivo y sentenciador, ocurrió hace unos momentos algo inesperado, pero eternamente anunciado desde los comienzos, en el momento en que los astros se entregaban al movimiento y escuchaban las palabras que regirían su comportamiento hasta el fin. Mi ignorancia se asombró por un instante, pero fue la base para que el suceso realmente tomara el verdadero sentido que debía cobrar en mí.

Mientras caminaba de noche, contra el viento fresco y agradable, con la cabeza levantada y ambos brazos recibiendo toda la energía de este lugar fenomenal, descubrí algo extraño en la Luna, una sombra fuera de lugar, porque hoy debía estar brillando con todo su esplendor. Eclipse.

Me quedé contemplando la primera fase, observando desde ese punto la manera en que la Tierra se comía la Luna, sintiendo el Sol tan perpendicularmente lejos.

El miedo fue uno de aquellos golpes que sentí en el pecho; un miedo sutil, pero no por eso sencillo. Mi insignificancia brillaba a la vez que la luna se oscurecía, y sintiendo que toda la humanidad estaría ubicada en la misma posición que yo, los ojos fijos en el cielo, las manos inexistentes, todo nuestro ser inexistente en ese minuto de serena oscuridad, pensé: Tan pequeños, tan poco somos. La Tierra se mueve y dejamos de ver la Luna, se nos escapa, huye por la inmensidad del cielo mil veces evitado, y nosotros solo podemos mirar, asombrados pero con la esperanza (aunque es una esperanza nacida de la impaciencia, como un paréntesis inútil y redundante) de que todo vuelva a su normalidad, que la luna brille ahí arriba como siempre, que no haya nada de que preocuparse, que todo siga el curso que debe seguir, buenas noches, hasta mañana, que duermas bien.

En tan solo un momento todo lo que somos se derrumba frente a algo tan astronómicamente cotidiano, la sombra de la Tierra proyectándose hacia el infinito, con la de nosotros metida adentro, tan vaga y sin influencia. Y la luna, tan sublime, tan lejana pero tan suficientemente cerca, tan redonda e imposible, enfermera obstaculizada y ofendida por un paciente rebelde que se niega a cooperar, impedida de seguir las instrucciones que dicta severo el médico. Y el paciente lleno de bacterias asesinas que lo único que saben es reproducirse, engullendo todo a su paso, destruyendo lo que sea con tal de sobrevivir un poco más, tan solo un poco más, para ahora sí, ahora sí que sí cambiar y no hacer más daño, pero volviendo a producir fiebre en cada fallido intento.

Escuché la risa de otros jóvenes y los vi divertirse en la plaza. Qué curioso, puede desaparecer la luna, explotar una estrella, caerse el cielo en un segundo, y nosotros tenemos el descaro de seguir riendo como si nada, como si todo, como si algo. La venda que ponemos a nuestros ojos, para cegarnos, es de la misma naturaleza que la pantalla con la que tapamos todo lo que nos devuelven las cosas, lo vano de la mayoría de nuestras acciones, el sin sentido general que debió haber sido de otro modo, la risa que oculta, o por lo menos aplaza por un instante, el llanto profundo de toda una humanidad sumida en la sombra de su realidad siempre errante, siempre evasiva.

Y la luz que comienza a aparecer, yo continuando mi camino, pero ya sintiendo de otro modo, una nueva fuerza que comienza a crecer y no se detiene. No son los astros los que decidirán mi futuro, y si me muero porque me caiga Marte encima, no será por culpa de Marte ni de Plutón, no dependemos de las bolas de masa ni de que haya un poco más o un poco menos de luz. Nuestra sombra podrá ser menos que un punto, aún estirada infinitamente por un astro hasta lugares ni siquiera remotos, incluso podríamos no tener sombra, no tener siquiera un algo que detenga la luz como lo es el cuerpo, pero en la Verdadera Luz somos tanto más trascendentes que un simple sol, que un pequeño sistema solar eclipsado.