8/1/09

Enredos familiares y un disfraz

Mi bisabuela solía repetir cada cierto tiempo que algún día nos llegaría la muerte a todos, pero nadie le hizo caso, hasta el día en que ella misma murió por una extraña enfermedad congénita que nunca se había manifestado pero que todos sabíamos que llevábamos en la sangre. 

Desde ese día, fueron desapareciendo los personajes y rostros que di por sentado que vería toda la vida. Uno por uno los fuimos dejando en el jardín de atrás de la pequeñita casa veraniega de mi tía, en el cual no cabríamos todos, pero por alguna razón de peso decidimos montar ahí las improvisadas sepulturas, no bajo la tierra, sino sobre ella. Un closet con colgadores, bolsas blancas impermeables, y una gran cruz dibujada con carbón en la puerta de corredera, como una señal provisoria, un homenaje gratis y fácil de hacer, pues no teníamos realmente mucho tiempo, con todo lo que significa estar de vacaciones; salir en familia, por muy mermada que esté, siempre significa preparativos que hacer, y las mujeres siempre con sus peinados, siempre con sus ojos.

Los cuerpos se iban acumulando, se agregaban cada día a la colección de moda de mi tía, pero por suerte somos una gran familia, muy numerosa, así no todas las redes de confianza se veían dificultadas por algún eslabón perdido.

Fue un verano de lo más extraño, el conejo de mis primos –que en realidad era un gato obsesionado por comer zanahoria- se escapó y perdimos un quitasol en la playa.