22/1/09

Lección no aprendida

Es cómico pensar en la forma de actuar de los humanos.
Si pudiéramos distanciarnos tan solo unos metros hacia arriba de nosotros mismos, y nos viéramos viviendo cotidianamente, reírnos sería tan solo una primera reacción. Luego, sin más que aceptar que nuestras actitudes solo reflejan la necedad e ineptitud que hay en nosotros, la sonrisa se esfumaría de nuestro rostro, y entonces no tendríamos nada más que gritarnos desde arriba a nuestro propio yo: "Oye, tú, deja de hacer el ridículo, ¡por favor!, y haz lo que debes hacer".

Es fácil desviar los pensamientos, la mirada y la conciencia, desde el Sustento, a la nada misma que son nuestros intentos por tratar de humanizar lo que no es humano, por creer que tenemos por naturaleza lo que nos ha sido dado, como si fuera un derecho de nacimiento.

Nada que tengamos de bueno, nos pertenece realmente. Tomar conciencia de ello es un paso mortal, pues con él cualquier tipo de falso fundamento y fe puesta en el objeto equivocado comienza a trizarse. Es mortal, pero para el orgullo. Ese tipo de muerte proviene de la Vida misma. Y aunque creamos en primera instancia que es un paso de debilidad, pronto nos daremos cuenta que es el primer paso más seguro que pudimos haber dado: renunciar al yo para entregárselo al único Ser que puede con todo el derecho del mundo decir "Yo", es la mejor manera de encontrarnos a nosotros mismos. Y con esto comienza el largo camino del paradójico reencuentro, del llanto que da gozo, de la muerte que da vida, de entregar lo que nos ha sido dado, para poder tenerlo realmente. Y de paso, dejar de actuar como entes sin sentido.